Por María del Pilar García Arroyo
Les voy a proponer un experimento:
Vayan a un lugar público concurrido y simulen una crisis de ansiedad. Empiecen con una súbita falta de aire y sensación de ahogo que les hace levantarse nerviosos o aferrarse a la mesa delante, luego comiencen a llorar mientras tratan de explicar que no les pasa nada, que les dejen en paz, que se les pasará enseguida.
Les aseguro que en menos de cinco minutos, alguien les ofrecerá un ansiolítico . Y después llegará otro, y otro y otros muchos más. De todas las marcas, dosis y características conocidas.
Yo pude presenciar un acontecimiento de este tipo y reconozco que me aterrorizó. Pensé: ¿no se le puede dar una tila? ¿un vaso de agua?¿UN ABRAZO?
¿De verdad es necesario tomar ansiolíticos por una llantina?
Pues bien, los datos aportados por el Plan Nacional sobre Drogas[1] nos dicen que: “el consumo de tranquilizantes supera por primera vez la prevalencia de consumo de cannabis y, son ya la tercera sustancia psicoactiva más consumida, tras el alcohol (76,6%) y el tabaco (40,2%)”. Y, por otra parte, a diferencia del resto de sustancias psicoactivas, “tanto si nos referimos a tranquilizantes como a somníferos, el consumo entre las mujeres es aproximadamente el doble que el de los hombres. No obstante, el consumo de hipnosedantes ha crecido considerablemente en ambos sexos”.
Personalmente, me inclino por la segunda opción. Sin negar que la vida actual, tan acelerada, pueda estar detrás de muchos casos diagnosticados de estrés y depresión, lo cierto es que también nuestra capacidad de enfrentarnos con el dolor y la tristeza han disminuido considerablemente.
Si bien sigue siendo válido que tenemos que trabajar para poder comer, vestirnos, tener una vivienda y demás necesidades básicas, también es cierto que existen unos mecanismos sociales que aminoran las consecuencias de no poder trabajar. Incluso en un momento de crisis como el que estamos viviendo, y sin querer menospreciar la situaciones penosas que muchos de nuestros vecinos están padeciendo, la realidad es que tanto los sistemas públicos como la solidaridad están funcionando en pro del mantenimiento básico de los más débiles de nuestro entorno.
En la otra cara de la moneda, las mismas funciones sociales que están pensadas para garantizar nuestra supervivencia digna, nos han ido restando capacidad de decisión. Tanto hemos confiado en que no nos van a dejar caer, que se nos ha olvidado que tenemos que sujetarnos sobre nuestras propias piernas. La sociedad nos mantiene, pero tumbados. Levantarnos es nuestra opción.
Porque no es lo mismo sobrevivir que vivir
Y no se puede vivir siempre con miedo. Miedo al dolor, miedo a sufrir, miedo a quedarme solo, miedo a perder al ser que quiero, miedo a estar enfermo, miedo a perder el trabajo y no encontrar otro…
El miedo es una emoción que nos prepara y nos permite estar alerta ante un posible riesgo que ponga en peligro nuestra seguridad. Este miedo no es malo, todo lo contrario, nos permite actuar y resolver la situación. Es uno de los mecanismos de los que nos dotó la Naturaleza para sobrevivir.
Pero si el miedo se convierte en una situación que te paraliza y te hace ir al fondo de la cueva para que no te ataque el oso, y ya no sales de ahí nunca más, lo más seguro es que mueras de inanición. Con un poco de suerte, podrás sobrevivir con algo de comida que te lleven tus compañeros. Pero te estarás perdiendo lo maravilloso que es el sol, y la lluvia, y las estrellas, y el campo en primavera y los animales que pueblan el bosque que te rodea, incluso la belleza del terrorífico oso paseando con sus crías.
Muchos de los medicamentos que se toman lo único que tratan es de aliviar ese miedo. El prozac no cura el desempleo, ni que tu pareja no te quiera, ni que tu hijo sea un maleducado y te trate mal, ni que el banco no te condone la deuda, ni te va a devolver a tu familiar fallecido.
Los ansiolíticos y antidepresivos disminuyen la sensación de miedo porque enmascaran sus síntomas: la tristeza, la falta de concentración, la desmotivación, la incapacidad para dormir, la ansiedad que te hace comer a todas horas o te impide hacerlo.
Recuerdo que mi profesor de Psicología solía decirnos que la depresión es un estado de tristeza DESPROPORCIONADO a la causa que lo produce. Estar triste porque se ha muerto un ser querido no es estar deprimido. Es normal y, hasta sano, pasar por esa situación para poder seguir adelante con nuestra vida. Si pensar en esta muerte nos aterroriza, nos impide salir de casa, no queremos ver a nadie y pensamos que mejor estamos muertos que sufriendo tanto, eso es una depresión. Y necesita tratamiento médico.
La toma de medicación para resolver un problema es un ejemplo más de una tendencia que se está imponiendo: la de esperar que los demás me solucionen las situaciones de la vida que me desagradan. Y si la solución es rápida y no requiere nada más que una mínima colaboración de mi parte, mejor.
Esperamos que sea el gobierno, el médico, el psicólogo, el abogado, el del sindicato o cualquier persona que entienda más que yo el que me dé una solución mágica que me quite del medio el problema. Y si no lo hacen, es porque son malos profesionales o malas personas y atentan contra “mis derechos”.
Esta delegación de funciones, no sólo no resuelve el problema sino que a la larga crea otro: tú ya no eres dueño de tus actos, de tu vida. Es verdad que no te equivocas, puesto que no haces nada, pero también es verdad que NUNCA VAS A TRIUNFAR.
Porque si no eres responsable de tus fracasos, no eres dueño de tus éxitos.
Me gustaría explicar brevemente cómo funcionan los antidepresivos:
Dentro de nuestro cerebro, las células o neuronas están conectadas por unas sustancias químicas que se llaman neurotransmisores. Uno de ellos, la serotonina, junto con la dopamina y la noradrenalina, está relacionada con la angustia, la ansiedad, el miedo o el enfado, entre otros. De tal forma que, cuando los niveles de serotonina son altos, disminuyen todos estos síntomas.
La serotonina es una sustancia que fabrica nuestro propio organismo a partir de los alimentos cotidianos que tomamos. La Naturaleza nos ha dotado de los mecanismos necesarios para fabricarla.
Los antidepresivos actúan sobre nuestro cerebro impidiendo lo que se denomina la recaptación de serotonina, es decir, evita que el cerebro la destruya una vez que se ha utilizado. De esta forma, aumenta el nivel de serotonina, lo que nos hace sentir mejor.
Pero tenemos que recordar que nuestro cuerpo tiene unas posibilidades de fabricación de elementos limitada, y normalmente estos productos tienen varias funciones. Así, la serotonina tiene otras funciones dentro del cuerpo, como sería el control del sueño, la alimentación y de la libido (¡ojo! Disminuye el apetito sexual). De igual manera, tiene efectos sobre el corazón o favorece la agregación plaquetaria, por ejemplo.
De forma que, cuando aumentamos el nivel de serotonina por medio de factores externos, tenemos que recordar que se activan todas las funciones de este neurotransmisor, no sólo las que nos interesan. Es lo que se conoce como efectos secundarios.
Sin embargo, cuando no hay factores externos, el cuerpo está dotado de un fabuloso mecanismo de autorregulación que permite mantener el equilibrio que todos conocemos como “salud”.
Siguiendo el “alfabeto emocional” del doctor Hitzig, podemos aumentar nuestros niveles naturales de serotonina mediante lo que él llama conductas S:
Serenidad, Silencio, Sabiduría, Sabor, Sexo, Sueño, Sonrisa, Sociabilidad
En cambio, los niveles de coRtisol, la hormona del estrés, se elevan con conductas R:
Resentimiento, Rabia, Reproche, Rencor, Rechazo, Resistencia, Represión
En definitiva, nuestro comportamiento y nuestras actitudes producen cambios en nuestro organismo.
Recientemente la australiana Bronnie Ware ha publicado el libro The top five regrets of the dying, publicado en castellano como Los cinco mandamientos para tener una vida plena. En este libro la autora hace un análisis de los cinco puntos de los que más se arrepienten las personas cuando su muerte está próxima. Son los siguientes:
1. No haber vivido una vida de verdad, pensando en uno mismo, sino haber vivido la vida que los demás querían o esperaban de él.
2. Haber trabajado demasiado, lo que les había hecho perderse la juventud de los hijos y la compañía de sus parejas.
3. No haber tenido valor para expresar sus verdaderos sentimientos.
4. No haber mantenido el contacto con sus amigos.
5. No haberse permitido ser felices.
Si analizamos estos puntos llegamos a varias conclusiones.
En primer lugar, las personas se arrepienten más de lo que NO han hecho que de lo que han hecho.
En segundo lugar, al final de sus vidas reconocen que la FELICIDAD ES UNA OPCIÓN que tenían a mano, a su alcance, pero que renunciaron a ella porque tenían miedo. Miedo al cambio.
En tercer lugar, reconocen que lo que no hicieron no fue algo que les vino dado desde el exterior, sino que fueron ellos los que no tomaron la decisión. “Mucha gente no llega a hacer ni la mitad de las cosas que se había propuesto y, además, se muere sabiendo que se debe a las decisiones que han tomado, no a factores externos”, dice la autora.
Todos hemos oído cientos de veces que hay que vivir cada día como si fuera el último, es una frase hecha, de acuerdo, pero no se puede negar que alguna vez será verdad.
Párate un momento a pensar de qué te arrepentirías tú si tu vida se acabara en unas horas. Imagina un instante qué quieres que recuerde de ti la gente que te ha rodeado.
¿Se corresponde la realidad con esa imagen?
¿Qué quieres cambiar?
¿Cómo puedes hacerlo?
¿Cuándo vas a empezar?
Recuerda:
TÚ
ERES EL PROTAGONISTA DE TU VIDA
EN TU
INTERIOR ESTÁN TODOS LOS INGREDIENTES PARA FABRICAR EL MEJOR ANTIDEPRESIVO
[1] Los datos proceden del
Informe Nacional de 2012, relativos al estudio realizado en 2011. Disponible
en: http://www.pnsd.msc.es/