sábado, 10 de enero de 2015

Historia de un fisioterapeuta que aplazó su felicidad



Por María del Pilar García Arroyo


Picoteando aquí y allá en la red, hace unos días que me llamó la atención un síndrome con un curioso nombre: SÍNDROME DE LA FELICIDAD APLAZADA. Básicamente se refiere a aquellas personas muy empeñadas en conseguir el bienestar propio y de los suyos y para ello lo que hacen es trabajar y trabajar con la idea de que así mañana todo será perfecto. ¿El problema? Que nunca es mañana.
Sin embargo, no quiero en este post hablar teóricamente de este síndrome, ya hay numerosas páginas en internet que lo hacen, mi intención es contar una historia real, la historia de un gran fisioterapeuta del que aprendí muchísimo:

Coincidí durante un año trabajando con S. en un hospital manchego, hace ya bastantes años, cuando yo estaba empezando en el mundo de la Fisioterapia. Solíamos bromear sobre las cosas del destino y las conexiones que existían, pues resultaba que él había conseguido su plaza fija en el antiguo INSALUD el mismo día que yo nací. Desde el principio, él se convirtió en mi mentor y maestro.

Tras un año, de nuevo de casualidad, el mismo día dejamos los dos el hospital y cada uno marchó a un destino diferente. Pero continuamos viéndonos. Yo le visitaba de vez en cuando en su clínica privada.

 

Recuerdo la última vez que le vi, la clínica estaba vacía, sin clientes y él estaba y se sentía solo. Me contó que se había divorciado recientemente y que estaba pasando una mala racha:

 

“Me he pasado toda la vida trabajando, y aquí estoy, solo. Creo que he trabajado demasiado. Cuando mis hijos eran pequeños yo trabajaba en Madrid en dos centros, uno público y otro privado. Me iba a trabajar antes de que se levantaran y cuando llegaba a casa, ya estaban acostados. 

 

Un día, de pronto, descubrí que tenía en casa a dos adolescentes que no conocía de nada. Sólo se acercaban a mí para pedirme dinero y yo recuerdo que me molestaba. Aún lo hacen y ahora pienso: ¿acaso yo era otra cosa que una fuente de dinero? ¿Qué más sabían de mí si nunca estaba en casa?

 

Cuando monté esta clínica pensaba que alguno de ellos seguiría mis pasos y trabajaría conmigo. Pero ahora que son mayores no quieren saber nada de la fisioterapia porque mi vida no les gusta. Ya ves, cuando yo no tenga fuerzas para seguir, nadie va a querer trabajar con mis aparatos, con mis pacientes, haciendo lo que yo he hecho. Y la verdad es que ya casi no me quedan clientes, la mayoría prefiere ir con chicos más jóvenes… no creo que tarde mucho en cerrarla. Pero si no hago esto, ¿qué voy a hacer toda la tarde solo en casa?

 

Y mi mujer, la verdad es que tenía razón en querer el divorcio. Yo no quería separarme pero entiendo que ella sí. Es curioso cómo puedes sentir tanta indiferencia por alguien a quién quisiste tanto. 

 

¿Sabes lo que más echo de menos? El vaso de leche por la noche, me siento muy triste desde que nadie se acuerda de traerme un vaso de leche…”

 

 

Unos meses más tarde S. sufrió un ictus y tuvo que jubilarse, no tenía ni siquiera sesenta años. Poco después, no pudo superar un nuevo infarto. Sin proponérselo, S. me dio aquella tarde su última gran lección.

 

Me acordé de una frase que mi madre solía decirle a mi padre: “con tanto trabajo, no vas a tener tiempo ni de morirte”. 

Pero, ¿sabéis una cosa? Morirse es algo para lo que seguro, seguro todos vamos a tener tiempo. 

Lo que es importante es encontrar también el tiempo para vivir.


Todo mi cariño y gratitud a S., donde quiera que esté