Por María Pilar García Arroyo y David Álvaro Ortega
Aunque
a ninguno nos gusta sentirnos tristes, la tristeza, como el resto de las
emociones, no es negativa en sí misma, pues cumple una función primordial: nos
ayuda al DESARROLLO, porque detecta la pérdida y nos permite encontrar el qué
hacer ante la nueva situación, volver a la normalidad con energías renovadas.
Aunque a ninguno nos gusta sentirnos tristes, la tristeza, como el resto de las emociones, no es negativa en sí misma, pues cumple una función primordial: nos ayuda al DESARROLLO, porque detecta la pérdida y nos permite encontrar el qué hacer ante la nueva situación, volver a la normalidad con energías renovadas.
Se convierte
en disfuncional cuando se prolonga en el tiempo y en lugar de ayudarnos a
resolver una situación nos lleva a la apatía e incluso a la depresión. También es
disfuncional cuando no está asociada a una pérdida real y es la manifestación
de otras emociones. Así, el fatalismo se relaciona con la tristeza por pérdidas
anteriores no bien superadas y se asocia al miedo a seguir perdiendo personas o
cosas que queremos. Este miedo entorpece la búsqueda de soluciones y alarga la
tristeza hasta llevar al bloqueo: ¿para qué voy a hacer algo si al final todo
sale mal?
Básicamente,
la tristeza se traduce anímicamente en una reducción del metabolismo y un
enlentecimiento del pensamiento que, además, se vuelve hacia el interior,
dejando de preocuparse por el exterior. De esta forma, la persona triste se
centra en sí misma, en sus emociones, en sus recuerdos y en los acontecimientos
que le han ocurrido. La tristeza es una emoción relacionada con el pasado y,
por tanto, la persona se vuelca en su vida anterior, en lo que tenía, y sufre
por lo que siente que ha perdido.
La
capacidad de atención hacia el exterior se encuentra muy disminuida, por lo que
se ha determinado que la disminución del metabolismo que acompaña a la tristeza
puede considerarse un mecanismo de defensa adicional: esta falta de empuje iba
destinada a que las personas debilitadas no se alejaran de sus viviendas, donde
estaban más seguras.
Un dicho
muy popular dice que no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que no lo
perdemos. Y, justo en este momento, lo que surge es tristeza,
desolación, ganas de volver al pasado y recuperar aquello que queríamos,
incluso aunque no lo supiéramos.
Precisamente
debido a esta capacidad de reflexión, de valorar lo que era importante en
nuestra vida, es un buen momento para descubrir cuáles son los pilares en los que
nos apoyamos, lo que merece la pena y lo que es mejor descartar. El momento de
la pérdida puede servirnos para hacernos conscientes de nuestras prioridades y,
a partir de ahí, diseñar una vida en la que estos valores se hagan conscientes
y presentes.
Resumiendo,
en palabras de Goleman, el gran maestro de la Inteligencia Emocional, “este
encierro introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una pérdida o
una esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar, cuando la
energía retorna, un nuevo comienzo”.
Esta
capacidad de buscar y encontrar soluciones es una de las diferencias más
significativas entre tristeza y depresión. En un estado depresivo, el motivo de
tristeza se convierte en obsesión, en pensamiento recurrente que carece de
propósito resolutivo, de búsqueda de alternativas y solución, de capacidad de
acción.
Por
tanto, ante una pérdida importante, como puede ser la de un ser querido (bien por muerte o bien porque no sea
posible continuar con la relación que existía) son preguntas útiles:
¿Qué aportaba esta persona a mi vida? ¿Cómo me hacía sentir?
¿Qué aportaba yo a nuestra relación? ¿Cómo me hacía sentir?
¿Qué es lo mejor que había en nuestra relación?
¿Qué valores, importantes para mí, se ponían en marcha con
esta relación?
¿Cómo puedo continuar honrando estos valores?
¿Qué es lo que no me gustaba? ¿por qué? ¿qué me estaba
indicando esto?
Estas
preguntas serán útiles cuando nuestra mente esté preparada para contestar, cuando
seamos capaces de reconocer y aceptar la pérdida. Tradicionalmente, se han
establecido varias fases en el proceso de duelo (entendiendo como duelo tanto
el que se da por el fallecimiento de una persona como por el fin de una
relación). Estas fases no son consecutivas, sino que pueden solaparse, pero
sirven para explicar de manera general cuál es la emoción que predomina y cómo
resolver el dolor.
1.Fase
de shock y negación.
La persona que acaba de recibir la información se intenta defender del impacto
de la noticia, se enfrenta a una realidad que no logra comprender y que capta
toda su atención. Experimenta sentimientos de pena y dolor, incredulidad y
confusión absoluta. La persona se siente paralizada, con deseos de escapar de
una realidad que no entiende. Algunas personas actúan como si no hubiera pasado
nada. Esta etapa es sólo una defensa
temporal del individuo.
2. Ira. El enfado se hace dueño
de la situación, que se vive como injusta y malvada. La ira puede dirigirse
hacia la persona que se ha marchado y/o hacia uno mismo, transformándose en
sentimiento de culpa, a veces también la
persona se siente enfadado con terceros a los que considera
responsables de la pérdida. Este enfado puede resultar útil si sirve para
proporcionar energía, se vuelve muy negativo cuando se asocia a deseos de
venganza o de culpabilidad extrema. Es el momento de analizar el enfado y
preguntarse sinceramente sobre la emoción que sentimos, si este enfado es secundario
o es la emoción real. Si estoy enfadado de verdad, ¿qué me ha hecho enfadar?
¿Qué puedo hacer para salir de este enfado, para que cumpla su función?
3. Negociación. Es una etapa
transitoria en la que, de alguna manera, se intenta volver al estado previo o,
al menos, pactar con Dios o el Universo para que el dolor se vaya rápido. Cuando
se trata de un duelo por el fin de una relación sentimental, es la etapa en la que se ofrecen todo tipo de
promesas a cambio de la vuelta a la relación.
4. Desesperanza y
desorganización. El fin ha dejado de negarse y la tristeza es la emoción que predomina.
Es habitual sentir desinterés hacia el exterior. Algunas personas reaccionan
con abandono de sus actividades e incluso de sus relaciones. En otros casos,
todo lo contrario, se inicia una actividad frenética y puesta en marcha de
cambios radicales en la vida. Es un buen momento para comenzar a buscar en el
interior la respuesta a las preguntas que antes formulábamos.
5. Aceptación. La
reestructuración puede durar incluso algunos años. La persona toma conciencia
de la pérdida, acepta el vacío y lo incorpora como una ausencia presente.
Reaparece la paz y el sentido de vivir y se atenúan las emociones y
sentimientos. Comienza a tener una visión más realista del ser perdido, sin
idealizar tanto ni tener tan presentes los recuerdos que implican culpa o
reproches. Tiene como consecuencia el establecimiento de nuevas relaciones, con
los demás y con uno mismo.
5. Aceptación. La reestructuración puede durar incluso algunos años. La persona toma conciencia de la pérdida, acepta el vacío y lo incorpora como una ausencia presente. Reaparece la paz y el sentido de vivir y se atenúan las emociones y sentimientos. Comienza a tener una visión más realista del ser perdido, sin idealizar tanto ni tener tan presentes los recuerdos que implican culpa o reproches. Tiene como consecuencia el establecimiento de nuevas relaciones, con los demás y con uno mismo.
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